domingo, 13 de octubre de 2013
Nuestros Mártires
Los martirios antiguos tuvieron una dignidad que luego se perdió. Las Actas de los Mártires documentan la comparecencia ante los tribunales, recogen las palabras de los Mártires ante los jueces, describen las torturas y el acto mismo del martirio, dan fe de la expectación del pueblo, testimonian el impacto de la muerte cruenta de los Mártires entre los fieles presentes y en la Iglesia a la que pertenecían. Incluso algunas escenas terribles están insertas en textos de la historiografía clásica, siendo referencias auténticamente monumentales.
Sin pretender exponer un tema que supera mi intención (y mi competencia y aptitudes), sin detenerme a examinar otros episodios martiriales, afirmo que esa dignidad del martirio de la antigüedad se pierde con la modernidad. Sin duda, las matanzas de la Revolución Francesa no son de la misma naturaleza que las escenas narradas por los antiguos martirologios. Pueden contemplarse todavía algunas escenas donde la dignidad de los protagonistas (jueces-verdugos-victimas) parece estar presente, incluso de forma notable. Pienso en el patíbulo de las Carmelitas de Compiègne, aunque no sé bien deslindar cuánto corresponde a la memoria novelada y cuánto a una crónica historiográfica, propiamente. Sin embargo, estos episodios en marco de dignidad (dignidad no significa ni justificación del crímen ni aprobación del medio) fueron los menos. En la Revolución, el desenfreno de la plebe se impuso atropellando las formas, extremándolas hasta un paroxismo de violencia y crueldad quasi insuperables. Las masacres de Septiembre de 1792 en Paris significaron la violación de aquella 'dignidad' que incluso el odio a la fe había sabido preservar. Las escenas del populacho revolucionario comiendo pan mojando en la sangre del cuerpo descuartizado de la Princesa de Lamballe suman la indignidad aberrante al terror del crímen. A los Mártires víctimas de aquel furor satánico también se les despojó del honor de comparecer dignamente como Mártires. Es difícil imaginar una escena de martirio entre el desenfreno de una orgía criminal, una borrachera de sangre y vileza.
Nuestros Mártires de la Guerra Civil padecieron ese estilo envilecido de martirio. Fueron odiados y masacrados, vejados y asesinados, inculpados y abochornados antes de ser atormentados. Fueron martirizados sin dignidad porque no la había, no la tenían ni la República infame que encubría los crímenes, ni los asesinos que los perpetraban.
Cada vez que ha habido una beatificación se han levantado los herederos de aquella indignidad, con casi las mismas voces, el mismo clamor de odio de aquellos con quienes se identifican, los verdugos, los victimarios, los envilecidos. No es que les remuerda una conciencia histórica, es que no soportan que la memoria glorificada de los buenos exponga a la luz la perfidia criminal de los malos. Son herederos ideológicos de los que mataban a los Mártires y no resisten ser testigos de cómo son alabados e invocados quienes fueron víctimas del odio sembrado y azuzado por quienes les precedieron; un odio atávico que incuban todavía hoy, con rabia malamente contenida.
Nuestros Mártires, que fueron proclamados caídos por Dios y por España, testigos de Cristo en España, remueven una conciencia culpablemente odiosa en quienes reniegan de Dios y de España.
Para quienes sí creemos y amamos a Dios y a la patria, esos Mártires son un estímulo, una fuerza, un patrimonio santo, un documento con rúbrica de sangre y gloria.
Por eso damos gracias.
Y pedimos: Si nos tocara ser como ellos, que lleguemos hasta la Cruz como ellos.
¡Bendito sea Dios en sus Santos Mártires!
¡Bendita sea España por la sangre de sus Mártires!
+T.