lunes, 26 de julio de 2010

El martirio de las cosas y las almas. Una madrugada de Julio de 1936.


Por Santiago y Santa Ana, cada año, nos recordaban la madrugada terrible en que quemaron la Iglesia. Todavía se celebraba en la Parroquia la Vigilia de Desagravio, con el Señor expuesto en la Custodia hasta el alba del día de Stª Ana, concluyendo con una Misa votiva. Mi padre, que era de la Adoración Nocturna, se pasaba, con los otros adoradores, toda la noche velando por turnos. Él nunca nos contó nada, ni una palabra de todo aquello que pasó, como si una reserva de tristeza y dolor le velara la memoria, voluntariamente. Eran mis tías quienes nos contaban la trágica historia, tal y como ellas la recordaban.

Desde el 18 de Julio, en cuanto se conoció el Alzamiento de Queipo de Llano en Sevilla, el pueblo estuvo sometido al capricho y las amenazas de una especie de improvisado concejo popular. Fueron casa por casa recogiendo los aparatos de radio, para que nadie pudiera oír las noticias. Iban con armas, y mandaron tener todas las persianas levantadas, día y noche.

Algunos de mis tíos y otros familiares y amigos de casa que no pudieron irse a Sevilla, estaban amenazados de muerte. El miedo y la aprensión eran constantes, de día y de noche. Entraban en las casas y registraban todo, buscando armas; al que le encontraban una escopeta se lo llevaban detenido. Las mujeres sujetaban a los hombres para evitar desgracias, y al final todos se callaban sin responder a las provocaciones. Se esperaba que pronto llegaran las tropas desde Sevilla, y liberaran al pueblo. Aquellas dos semanas se hicieron interminables.

La Virgen, la imagen de la Asunción, estaba en Sevilla desde Marzo. Aprovechando que cubrían el Altar Mayor para la Semana Santa, una madrugada fueron abuelo Emilio, tío Antonio, tío Enrique y los primos Pepe y Eduardo, bajaron a la Virgen del Trono y la envolvieron en unas mantas y una funda de lienzo que había cosido expresamente abuela Antonia; Maqueda el cosario estaba avisado, esperando con su camioneta en la puerta de detrás de la Iglesia, la que daba al barranco del Palacio. Cuando les detuvieron en la barrera entre la barca-puente y la Estación, contaron que llevaban a arreglar unas piezas del Monumento y un par de arcones, y así pudieron llegar con la Virgen a Sevilla, donde estuvo escondida en casa de tía Rosario hasta que pasó todo.

En la Parroquia no había culto. Tampoco dejaban tocar las campanas, y los entierros los llevaban derechos al cementerio. Don Jerónimo, el cura, había trasladado en secreto el Santísimo a casa de unas beatas de confianza, en la calle Ejido. El sacristán y él se pusieron unas enaguas y unos mantones que les llevó una de las Pisolas, y los tres salieron una tarde, ya oscurecido, por la puertecilla de la Sacramental.

Se corrió la voz de que los del Frente Popular querían "dar un escarmiento" a la gente de derechas. Se hicieron tres propuestas y echaron suertes tres veces, metiendo en la gorra de uno de los del comité tres papeletas. Y las tres veces salió el mismo papel con la sentencia escrita : Quemar La Iglesia .

El día de Santiago fue de los de más calor de aquel verano. Entonces se cenaba temprano, y a eso de las diez de la noche estaban todos los de casa en el patio, con la luz apagada, rezando el rosario. De pronto empezó a sonar el esquilón de la Parroquia: - ¡¡¡ Tan, tan, tan, tan tan, tan, tan...!!! Las mujeres se taparon la cara y se echaron a llorar, y los hombres apretaban los puños hasta hacerse sangre. Mi abuelo Emilio se asomó a puerta y volvió diciendo que había gente del comité con escopetas por la calle.

Subieron a la azotea, y se veían llamas reflejadas en la torre, y un humo negro, y el aire traía olor a incienso, y se oían como unas trompetas, que eran los tubos del órgano, que los habían arrancado y los soplaban dando trompetazos; las campanas dejaron de tocar porque se les rompieron las sogas, y les disparaban con las escopetas y los fusiles desde abajo. Los mayores se quedaron toda la noche velando, aquella madrugada de Santiago a Santa Ana de 1936.

Poco antes de amanecer, tío Enrique, temerario, cogió una barquilla para cruzar el rio y dar una vuelta a las viñas, porque tampoco dejaban a los hombres salir al campo. Pudo cruzar el rio a la altura del cenagal. Desde la casilla de los guardas se veía todo el barranco con los restos destrozados de los altares. Había muchos restos medio quemados, y algunas columnas de retablos que rodaron hasta la mitad del terraplén y no cayeron al río.

Cuando volvía de las viñas, tío Enrique vio flotando algo en mitad de la corriente. Parecía una persona, creyó que era un ahogado y se acercó con la barca; asomaba un brazo del agua, tiró de él y era el Cristo de San Felipe, sin la cruz, la imagen del Señor con un brazo sólo, porque el otro se lo habían arrancado. Como pudo, lo sacó y lo metió en la barca.

Dejó la barca amarrada en la maroma de la Alameda, se echó el Cristo a cuestas y tiró por la calle de la Plaza; como era todavía muy temprano no había nadie. A mitad de la calle salió la prima Asunción, que lo había visto venir desde su casa:

-"¡Chiquillo, chiquillo, Enrique! ¡Que te van a matar como te vean! ¡Éntrate aquí!..."

Y le abrió el portón del zaguán, cerraron y subieron el Cristo al soberao, y lo taparon con unos sacos y unas espuertas. Fue un milagro, porque nadie vio cuando recogieron al Cristo y lo metieron en casa de tía Asunción.

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(en la foto de arriba, el Cristo de San Felipe en la actualidad).

Así, más o menos, eran la historias que nos contaba mi tía Flora, la mujer de tío Enrique, el que recogió al Cristo del río. Algunas veces se acordaba de algún detalle más, y otras éramos nosotros quienes le preguntábamos por algo. Poco a poco nos aprendimos los "capítulos" de aquellos terribles días. Si era tía Flora la que narraba, lo hacía gesticulando, con la cara, las manos y los ojos. Si eran mi tía Asunción, o tía Rosario, se resistían porque al contar algunas cosas rompían a llorar, se emocionaban, y no podían seguir.

Ahora, con los años, me doy cuenta de detalles, pequeños detalles que enriquecen aquellas historias. Por ejemplo, no se contradecían, ya las contara mi abuela, o mis tías, u otra gente de la familia o de confianza. Después, he ido buscando expresamente otras informaciones, en casa de algunos amigos, preguntando a sus padres lo que recordaban, y a sus abuelos, si todavía vivían. Y todos contaban lo mismo, con otras anécdotas, pequeñas historias personales o familiares, pero la misma gran historia de aquella noche trágica y sacrílega y los días que le siguieron.

La Parroquia quedó arrasada. Un edificio grande, de tres naves, con retablos preciosos, una imaginería admirable y cuadros de gran valor. Todo arrasado. Arrancaron los retablos, los despedazaron, quemaron imágenes, cuadros, ornamentos. Las piezas de platería desaparecieron, nunca se supo si las echaron al fuego y se fundieron, o si alguien las sustrajo y las sacó del pueblo. Siglos de fe, devoción y belleza consumidos en unas horas de odio contra Dios y sus cosas.

El párroco, Don Jerónimo Ramos, se salvó porque una familia amiga lo tenía escondido en su casa; desde el ventanuco del pajar pudo contemplar conmocionado el dantesco espectáculo. Se conserva un relato que dejó escrito, con "su" historia, la misma terrible historia.

Cuatro días después, el 30 de Julio, una columna del ejercito al mando del Comandante D. José Gutiérrez Pérez y el capitán Don Gonzalo Briones, tomó el pueblo, sin apenas resistencia. Los que eran valientes contra Dios se escondían y huyeron, o fueron víctimas de la represión justiciera de las armas. A algunos los defendió el mismo sacerdote al que habrían fusilado si lo hubieran tenido a mano.

La guerra siguió, con toda su secuela de fantasmas de vida y de muerte. Uno de los momentos más tremendos fue cuando llegaron las noticias de las matanzas de Lora del Rio, donde murió un familiar muy querido, el tío Paco, Don Francisco Arias Rivas, arcipreste y párroco de Lora del Rio, salvajemente vejado, atormentado y finalmente asesinado. Contaban que lo enterraron todavía vivo, y que desde la improvisada fosa donde le echaron sin rematar, cuando le cubrían con paletadas de tierra, tuvo fuerzas, las últimas fuerzas sacerdotales, para sacar la mano y dar la bendición a sus verdugos. Contaban también que uno de ellos se la cortó de un machetazo. El sucinto informe que remitió el párroco sucesor por requerimiento del Arzobispado, impresiona por todo lo que se supone que hay detrás de las timoratas y contenidas palabras:


"...ambos sacerdotes (el arcipreste y el coadjutor) fueron fusilados en las primeras horas del día primero de Agosto del próximo pasado en el Cementerio de San Sebastián de esta Villa, habiendo sido enterrados en este mismo lugar, ignorando si vivos o muertos, así como también las demás circunstancias que pudieron ocurrir en dicho Cementerio...que en la prisión en que también se hallaban los testigos, recibieron los referidos sacerdotes toda clase de insultos y vejaciones, de palabra y de obras, obligándoseles a limpiar lugares destinados a la inmundicia humana, barrer, regar, trasladar tierra de un lugar a otro, y otras cosas parecidas con el sólo objeto de escarnecer la dignidad personal y sacerdotal de los mismos, pues para hacer estas cosas eran preferidos a los demás presos...demostraban mucha resignación, dirigían a los demás palabras de consuelo, y muchos de los presos confesaron con ellos en los días y horas que precedieron a los fusilamientos..." cfr. La Persecución Religiosa en la Archidiócesis de Sevilla. José Sebastián y Bandarán y Antonio Tineo Lara; parte IIª pp. 91-92. Sevilla 1938. Editorial Sevillana.

A medida que pasaban los días iban llegando otras terribles noticias de amigos y gente conocida, también asesinadas atrozmente en Constantina y Cazalla de la Sierra.

Las almas de los muertos quedaron en Dios. Lo perdido nunca volvió, las cosas tampoco. Pero todo lo que se pudo se rehízo, todo lo recuperable se recreó.

El retablo del Altar Mayor se pudo reconstruir en parte porque se recuperaron algunos elementos de talla e imaginería, que se reintegraron en otro retablo antiguo procedente de un convento exclaustrado de Carmona, cerrado al culto, que la Hermandad de la Asunción consiguió que se le cediera después de trabajosas demandas al Arzobispado. Fue una tarea ímproba, muy laboriosa. Las mujeres (las que podían) entregaron sus alhajas de oro para que un equipo de batihojas, que la Hermandad trajo al pueblo expresamente, labraran el pan de oro con que se tenían que dorar las piezas nuevas del retablo, o re-dorar las antiguas que se iban restaurando. Aunque parezca mentira, un año y nueve meses después de la sacrílega destrucción, el 10 de Abril de 1938, se bendijo el nuevo retablo del Altar Mayor, tan suntuoso y magnífico que era hasta unos metros mayor y más alto que el profanado y destruido, de igual estilo, hermosamente barroco, en cuyo centro volvió a resplandecer la imagen gloriosa de la Virgen Asunta. Un milagro de la Virgen, la Asunción Gloriosa, y un logro del tesón de mujeres y hombres que por encima de las lágrimas de sus penas supieron anteponer la gloria de Dios.

En el año 1952, el jesuita y escritor mexicano p. Ramón Cué Romano (un "mito" entre los personajes, pregoneros y publicistas de la Semana Santa de Sevilla) prologaba un libro-reportaje editado por la Hermandad de Ntrª Srª de la Asunción de Cantillana, y prefirió, más que un prólogo de presentación al uso, componer un poema dedicado al dramático episodio de la destrucción del Altar Mayor. Con mucho sentido, lo tituló "El Martirio de un Retablo":


I
El Motín

¡Al río, al río, al río!
!Que ruede todo el Retablo
roto en añicos al río!
(No está acabado. Le falta
muerte, tortura y martirio).

¡Que descuarticen sus miembros!
¡Que decapiten su brío!
¡Que lo quemen en la hoguera!
¡Que lo ahoguen en el río!

- "¡Aquí estoy!", dijo el Retablo.
Atleta gigante erguido.
- "Aquí estoy, por mi Reina
iré al martirio.
Pero ¡que nadie la toque!
Por ella muero ¡ y lo exijo!

Y alzó su musculatura
de fustes en desafío...
La Princesa, con pié incólume,
pisó fuego, odios, cuchillos...

II
El Asalto

Y se abandonó el gigante
a los enanos mezquinos...
Fue cómplice del asalto,
y aguantó - torre y castillo -
las escalas que apoyaron
sobre su ancho pecho altivo...
Sogas, hachas, garfios, sierras
lo descuartizaron vivo.
Cascadas de miembros rotos
- fustes, frontones, racimos -
sembrando el suelo de llagas
y la brisa de quejidos...
mientras que por cada herida
los rotos miembros polícromos
daban su ofrenda de sangre
de oro viejo en chorros líquidos...
¡Qué invisible charco de oro
en aquel cruento martirio!

III
El Rio

¡Al río, al río, al río!
¡Que ruede todo el Retablo
roto en añicos al río!
El verdugo quiso ahogarlo,
el Guadalquivir no quiso.
En sus hombros de cristales
lleva incólumes, en vilo,
las reliquias mutiladas
del martirio...

De nuevo va sin hundirse
San Pedro sobre el abismo.
Santiago duplica conchas
en sus hombros peregrinos.
Entre los juncos del agua
van Apóstoles floridos
con nuevas barbas fluviales
¡hoy pescadores de río!

Los fustes desentumecen
su secular porte rígido.
Las columnas salomónicas
desenroscan sus anillos,
sierpes de oro sobre el prado
- del agua entre ángeles niños -
entre guirnaldas de espigas,
alas rotas y racimos...

De Cantillana a Sevilla
el agua es Retablo líquido;
engarzados entre esmaltes
van los miembros doloridos...

Y en medio de la corriente,
- la luna llena lo ha visto -
con sus dos brazos abiertos,
acostado en su navío,
leves de espumas los flancos,
bogaba un Cristo dormido...
¡De Cantillana a Sevilla
es retablo todo el río!

IV
Resurrección

¡Al río, al río, al río!
¡Pescadores del Retablo
a recoger sus añicos!

Se alzó el Atleta chorreando
cristales de su bautismo.
Llevaba al río en sus brazos,
entre sus miembros fundido.
Erecto bajo la bóveda,
el retablo no es el mismo:
es el Río puesto en pie,
cuajado en oro macizo,
con estrellas, con espumas,
con lunas, juncos y lirios;
con aromas de azahares
y hojas plateadas de olivo...

Y en medio de la corriente
- alas llevando el navío -
¡la Asunción de Cantillana
sube al Cielo desde el Río!

¡Al río, al río, al río,
que se nos va la Señora
por la corriente del Río!

Ramón Cué, s.j.

foto 1: El Altar Mayor adornado para la Novena de la Asunción en Agosto de 1933


foto 2: El Altar Mayor después de la profanación y la destrucción de los marxistas en Julio de 1936




foto 3: El Retablo restaurado y renovado en Abril de 1938, pocos días después de su bendición



foto 4: El Altar adornado para la Novena de la la Asunción, en Agosto de 1963



foto 5: Imagen de Ntrª Srª de la Asunción.


Una pequeña "epopeya", tan emocionante para los que la vivieron, y lo mismo para los que la recibimos como una memoria, un testimonio de fe, de fortaleza, de voluntad resistente. También de victoria.

Todo sucedió en Cantillana, provincia de Sevilla, el pueblo de mi familia, mi pueblo, aunque hace años que ya no vivo en él. Allí tenemos todos cuna y sepultura, pila y altar. Todos estamos ligados por hechos y sentimientos que trascienden lo familiar y se transmutan en Misterio. La Virgen, la Asunción, es nuestro centro de atracción más definido, una verdadera "pasión" que nos levanta, nos arrebata, nos "sube".

Cuando recordamos, no estamos haciendo memoria, sino que vivimos y re-vivimos, sintiendo la raíz de sangre y de alma que nos nutre, que nos reconforta, que nos fija a la tierra de nuestros mayores y nos hace crecer hacia arriba: La Asunción, ser "asuncionista", es una "espiritualidad" que nos hace sobrevivir en este mundo y nos alienta a subir a la Gloria.

p.s. Por incuria de los SS. Arzobispos y la mala voluntad de determinados elementos influyentes, la Archidiócesis de Sevilla es de las pocas de España que no ha incoado ningún expediente de beatificación-canonización de ninguno de los Sacerdotes, clérigos y seglares Mártires, victimas de la persecución anti-católica desencadenada por las autoridades y las hordas republicano-marxistas en aquel memorable verano de 1936.


+T.