viernes, 2 de abril de 2010
Pormenores de las Horas Santas
Las tardes de Jueves Santo se me van entre los Oficios y el Monumento, la tarde oscureciendo con olor y sonido del Jueves Santo, que suena y huele a sagrado, a incesario y maceta de alhelíes, a claveles, a convento y a sacristía, a iglesia.
Son horas que corren ligeras, volando desde la cinco o las seis a las diez o las once, la Misa de los Oficios y las primeras estaciones ante el Monumento. Después se van haciendo más lentas, por la medianoche hasta la madrugada, y se remansan a la amanecida, sobre las siete, hasta la una o las dos del mediodía del Viernes Santo. Cada hora tiene su aroma y su sonido, desde las flores frescas del atardecer del Jueves a la cerra chorreada de la mañana del Viernes Santo.
Y cada hora tiene su rostro, su gente. Las primeras son las beatas más viejas, que han ido a los Oficios con la sospecha de que serán los últimos en esta tierra, y las madres con algunos chiquillos ruidosos que apenas han aguantado la Misa de los Oficios. A medida que se hace noche entran y salen parejas más jóvenes. Cuando son las diez, los de la Sacramental empiezan los turnos de vela, toda la noche y la madrugada; a las doce, los de la Adoración Nocturna, con el rezo de la vigilia, también turnándose hasta la hora de los Oficios del Viernes. Por la mañana, llegan primero las que tienen familia que atender, que hacen su visita tempranito, antes de que empiece el trajín de la casa. A eso de las diez vuelven otra vez las beatas más viejas, que se están hasta la una o las dos, cuando el sacristán empieza a apagar las velas, antes de los Oficios de la Pasión.
El Monumento es un contraste de neta catolicidad, de vida del alma. Los que están, son. Recuerdo las vigilias de las monjas, mis monjas, que apenas soportaban el cansancio y el sueño, todas las horas, desde la tarde del Jueves a la del Viernes. Y los viejos cabales de la Sacramental, cuerpos duros y viejos, la noche entera sobre un banco incómodo, algunos con el bastón entre las piernas para apoyar la barbilla cuando empezaban las cabezadas del sueño.
Paco Pardón se llevaba los Quince minutos en compañía de Jesús Sacramentado, y leía el libretillo en voz alta, todos los años lo mismo. Y Amparito Carballo, que rezaba la Letanía de la Preciosa Sangre. Y las adoradoras, que de madrugaba rezaban el Viacrucis, alumbrándose con una linterna para poder ver las estaciones.
A mí me gusta leer la Pasión, transportándome mentalmente del Monumento al Cenáculo, y del Cenáculo a Getsemaní, y de Getsemaní a la casa de Anás, y luego al Sanedrín, y amanecía en el Pretorio de Pilato. Y sentía cierto escalofrío de emoción y de piedad sabiendo que fuera lucía la misma luna llena con las mismas estrellas de la noche de la Pasión, las mismas.
En los pueblos, en el silencio de la madrugada de vela ante el Monumento, se oye cantar los gallos, sobre las tres de la madrugada; y más tarde, cuando clarea el alba. El mismo canto de las lágrimas de Pedro, que aquella mañana de Jerusalén no anunciaban que el Sol salía, sino que el Hijo de Dios padecía e iba a morir, por nosotros los hombres, por nuestra salvación.
La mañana del Viernes Santo se animaba cuando la iglesia en silencio recogía la música de las cornetas y los tambores de la cofradía de Jesús Nazareno. Se iban acercando, oyéndose desde lejos el murmullo de la procesión; se distinguía claramente la voz sóla del capataz mandando a los costaleros: -"¡A esta es!
Para que hiciera estación en la Parroquia, se abrían las puertas, y de repente entraba toda la luz con el fresco de la mañana, y la gente que venía con el paso del Señor, en tropel, llenando la iglesia de voces nuevas. Cuando paraban los pasos de Jesús y la Virgen del Consuelo, frente a frente, delante del presbiterio, el sacristán y Manuel el ciego comenzaban a cantar el Pregón de la Sentencia, una copla antigua, en versos populares, que glosaba la Pasión del Señor en tres escenas: La confortación del Ángel en Getsemaní, la sentencia de muerte de Pilato y una recapitulación del Misterio de la Pasión de Cristo, alternado el sacristan y el ciego, uno con la voz engolada de los sochantres, y el otro con un vozarrón ronco, de bordón:
- "...Mirad que la Gloria está abierta esperando la Pasión Sacrosanta del Divino Hijo...en tiempo de Tiberio emperador...yo Poncio Pilato gobernador de Judea y Galilea por el imperio de Roma...en esta luna de Marzo...las antiguas profecías que se cumplen...en la Sangre del Cordero Inocente...derramando rica vena de infinita piedad y redención eterna..."
Después del canto de la Sentencia, cuando la cofradía ya ha salido llevándose con ella voces, tambores y musica, la mañana del Viernes Santo se reviste con un silencio especial, profundo, un sonido de respeto. Desde dentro de la iglesia sólo se escuchan los trinos de las golondrinas.
A las tres, salían los monaguillos por las calles con las carrañacas. A las cuatro tocaba la matraca de la torre, avisando para los Oficios. Y en la ermita de la Soledad, desde las doce, doblaban los tambores destemplados, que sonaban como un eco desconsolado y solemne.
Desde los naranjales de la Vega y la Alcaidía, toda la noche, la madrugada entera y todo el día, un aroma especioso de azahar empapa el aire, penetrante, con un matiz de olor distinto según la hora. Cuando por la tarde sale la Soledad, los claveles granas del Sepulcro del Señor se alternan con un friso de hojas de naranjo amargo en flor; y en el paso de la Virgen, las ánforas de plata llevan claveles entreverados con ramitos de azahar.
Y toda la tarde, cuando va cayendo el sol y empiezan a despuntar los luceros y va apareciendo la luna, con amargura olorosa de azahar, el aire lleva el eco de la queja de Dios:
Pópule meus, quid fecit tibi? Pueblo mio, ¿qué te he hecho?
¡Santo Dios,
Santo Fuerte,
Santo Inmortal,
ten misericordia de nosotros!!!
+T.