lunes, 1 de marzo de 2010
Dos siglos de Chopin
Me gustan cada vez menos los músicos del "clasicismo", Mozart y Haydn incluídos; y me confirmo cada vez más en polifonistas del XVI, barrocos vocales e instrumentistas, y románticos. Me gusta Chopin, el eufórico y el melancólico. Le guardo una simpatía que sólo me emborrona esa estúpida aventura con la mediocrísima cortesana de salón George Sand, funesta, estorbo turbio de una vida y una obra que merecían mejores enamoramientos.
En aquella primera mitad del XIX, empapado de revolucionarismos liberales, entusiastas y efímeros levantamientos de la Europa que iba declinando hasta los horrores del siglo XX, las manos de Chopin sobre el piano son una realidad etérea, tan sutilmente bella, trasminando sentimiento, sueño, velo, nube de olor, noche de terciopelo, satén de levita, piel de rusia. Y un licor en copa de cristal ligero, musical al tacto del labio como una tecla aguda.
Hay personajes que son su obra, algo tan dificil de alcanzar, identificar el ser sin solución de continuidad con los actos, uno y el mismo, incluyendo la intimidad de las propias contradicciones, todo en uno.
Sólo me pesa que no compusiera música explícitamente religiosa. Aunque gran parte de su música suene (me suena) a una larga confesión, como una intensa cuenta de conciencia.
+T.