Estos últimos dias he sufrido la agresión visual de dos o tres pseudo-artistas, de esos que traen los suplementos "culturales" de prensa, de los que salen en la sección de "cultura" de los diarios digitales y demás. Abominable es decir poco si hubiera que decir, porque el lenguaje sufre el desgaste por el abuso en estas circunstancias (en todas). No diré los nombres de los fantoches embaucadores, que bastante propaganda tendrán ya. Para estos casos reivindico y procuro practicar la profilaxis de la damnatio memoriae, tan sana. Tapar la boca y barrer basuras sin dejar rastro.
Algunos se han indignado porque las "obras" de uno de esos estafadores se han expuesto en Versalles. Seguramente que son algunos de los que hace unos años aplaudieron lo de la "pirámide" de aluminio y metacrilato en la cour de Le Louvre. Otra vez lodos hodiernos de polvos de ayer.
Una de las más desasosegantes pruebas del "fondo" cultural de nuestro Occidente es esa instalación profesional de las "vanguardias" en los "circuitos del arte"...y su mercado. Un mercado que merecería una peli de género "mafia", con sus capi di tutti capi y sus maniobras (de las "mamma" y hembras galeristas sólo diré que están a medio camino entre las Gorgonas y las muñecas de comic y graffiti, hechiceras de la mala casta de Circe, por lo menos. En España sufrimos unas cuantas dignas de exposición y museo de cera).
No recuerdo bien cuando descubrí el valor de lo fragmentario a la hora de medir la consistencia y la calidad de algo. Quizá cuando estudiaba bachillerato y me embebía las ilustraciones del Pijoan. El arte verdadero, el indiscutible, permance siempre en la obra hasta tal punto y con tanta intensidad que un fragmento te emociona a pesar de ser la parte restante de un todo muchas veces perdido y hasta desconocido. Un trozo de cerámica, el fragmento de mármol o bronce de una estatua, un retazo de pintura mural, de un fresco, de una tabla, de un mosaico...Todo eso que a pesar de ser un mínimo conserva y transmite toda la grandeza de lo que fue, concentrado en una partícula que es significativa y valiosa estética-artísticamente. Y el que sepa el arte, sabe lo que digo.
No sólo me refiero a las artes plásticas, también digo lo mismo de la música o la literatura. Basta un fragmento para reconocer lo bueno, lo verdadero, lo bello. Un trozo de papiro escrito, una página de música con unos compases pautados, una hoja con unos versos corregidos y retocados. Un universo de belleza en un poco, un detalle.
Con los adefesios expuestos de esos dos timadores que decía, merecería hacer en público la "prueba del fragmento". Uno exponía un becerro embalsamado dentro de un cubo de metacrilato, con las pezuñas y los cuernos dorados con pan de oro: Que le corten una pezuña y que la pongan entre la basura, a ver quién es el mentecato que descubre "arte" y distingue el desperdicio corriente de la pezuña bovina del pseudo-artista. Otro expone figuras de goma y plástico hinchado, como globos de feria; que corten el invento y que dejen la goma o el plástico desinflado en una esquina, a ver quien recoge ese "arte" y se lo lleva a casa para "contemplar". El exámen del fragmento, como una prueba de dopping, un contraste de falsedad.
En Sevilla es legendaria la anécdota del "Bronce Carriazo". Una pieza de ese enigmático y poco estudiado "Arte Tartésico" que Don Juan de Mata Carriazo descubrió entre los cachivaches de un puesto del Jueves, en la calle Feria. El chamarilero se lo vendió creyendo que era el adorno suelto y oxidado de una cama vieja. El sabio supo distinguir un fragmento y su valor, casi como un personaje de una parábola evangélica.
Un mundo confuso y abyecto, donde faltan connaisseurs, sobran tunantes, y escasean las obras "fragmentables" de verdad, bondad y belleza, esas que resisten el exámen inexorable de una parte respecto al todo:
Lo magnífico y espléndido de verdad, es también toda su verdad en un fragmento reconocible.
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