sábado, 15 de marzo de 2008

¡Hosanna!


Amaneció un día claro, con cielo celeste, casi gris. Hizo frío hasta que el sol despejó la bruma. Después quedó una mañana fresca, con un vientecillo ligero, que olía a olivar y a monte.
Desde que salió de la casa, dos filas de gente flanquearon su paso por las callejas, a pié, detrás y delante suyo, andando a su compás tranquilo. La expectación era grande, pero contenida por el respeto que imponía su presencia. Le miraban venir, le esperaban, y al pasar el grupo que le rodeaba, le seguían luego detrás, uniéndose a la gente, sin hablar, siguiéndole con la mirada, porque sobresalía entre todos.

También iban mujeres, separadas, un grupo aparte, un poco más atrás. Algunas eran del pueblo. Hicieron el camino hasta la aldea, donde se quedaron mientras dejaban ir al grupo mayor, que ya eran más de un ciento. Y seguían llegando más gente.

Había chiquillos. Los niños iban a hombros de sus padres, y otros de la mano. Los zagales iban sueltos, entre los mayores, o en cuadrillas de cinco o seis, delante o detrás, con un paso ligero. Algunos corrían a la cabeza del grupo y volvían luego detrás.

Se detuvieron a la entrada de la aldea, y dos de los suyos se dirigieron a la cerca de un huertecillo que había un poco más delante. Volvieron trayendo una borrica con su pollino. Y aparejaron unos mantos sobre el animal, y Él montó, y sin arrearle, el animal se puso a caminar despacio, a la par que la gente, que siguió delante y detrás suyo.

Un murmullo, como de salmos o de rezos, se escuchaba cuando empezaron a subir la cuesta del monte. Al llegar arriba, la visión de la Ciudad, dorada y brillante, coincidió con el primer ¡Hosanna! Y ya no pararon.

Le aclamaban y le bendecían. Los niños cortaban ramas de olivo y las agitaban cantando ¡Hosanna! Y después los hombres también cogían ramas, y las echaban al paso de la borrica, que ya bajaba la cuesta de Getsemaní. Frente, desde el Templo, tocaban las trompetas llamando a la ofrenda y el sacrificio de la mañana.

Cerca de la muralla, antes de llegar a la puerta, algunos se quitaron los mantos y los echaron por tierra, sobre el camino mal empedrado, para que pasara sobre ellos. Y de uno de los jardines que había en la ladera del monte, trajeron unas palmas recien cortadas, que mecían a uno y otro lado, mientras seguían aclamando ¡Hosanna!

Ya en la puerta, desde la Ciudad salieron otros grupos, que rompieron también a vitorearle, con alegría expectante, como si fuera la primera vez que entraba en Jerusalén.

Contaron después que Él lloró un momento, bajando el monte, cuando vió la Ciudad y el Templo.

+T.

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