sábado, 22 de diciembre de 2007

A coger lentisco

Antes de las nueve, ya estábamos lavados y vestidos; en el lavabo del aseo grande, tan frío, con jabón y agua fría, el vaho del aliento empañando el espejo. Como la neblina que hacía en el patio, y en la calle, con escarcha de Diciembre en los cristales, casi repitiendo los encajes de los visillos en el cristal de las ventanas.

En el comedor estaba encendido el brasero, que habían empalmado poniendo cisco nuevo a los rescoldos de la noche antes. Sentarse a desayunar en la camilla redonda, y taparse con la falda de franela, y tomar la leche caliente, con un poco de café, y las rebanadas de pan frito y azúcar, y las tostadas con manteca, y algún alfajorillo, y el agua fría de la jarra; todo el ritual de la mañana que se hace hogar, que huele a casa.

Sobre las diez, llegaba el tio Enriquito, dispuesto para la excursión, la más expectada del año. Traía en el morralillo de cuero un hacha corta, unas tenazas de podar, dos machetes, y un par de azoletas. Los niños llevábamos una cantimplora de aluminio, con el culo abollado, con las iniciales de abuelo Pepe, que la tenía para las cacerías. En una esportilla de pleita, nos metían unas madalenas; de camino cogeríamos naranjas en alguno de los huertos, y también algún palmito.

Todavía no había levantado la niebla; en las cunetas, los zarzales estaban envueltos en bruma. Todos íbamos con los abrigos cortos, con las bufandas, y el tio Enrique llevaba su gorra verde de cazador; no se había traído la escopeta porque le daba miedo llevarla con los chiquillos. Pero estaba pendiente cuando volaba un zorzal, y apuntaba con el bastón de caña, y remedaba un tiro, y saltábamos: - "Le ha dao, le ha dao, le ha dao..!!!".

- "¡Mira, un conejo!! Y era verdad, un conejo; y un poco más allá una liebre. Alguna vez vimos un hurón, fino y casi rubio de pelo. El tio Enrique lo veía todo, y lo enseñaba. Sabía ver y escoger los espárragos en la esparraguera, y también los gurumelos, cuando era el tiempo, y siempre que salía al campo traía algo para la cocina.

Los niños queríamos ver un jabalí, pero el tito decía que era un bicho peligroso, que embestía, y que por allí no había, que estaban en el monte, que cuando fuéramos mayores ya nos llevaría a alguna montería, para que vieramos venados y jabalíes, como los de los colmillos que estaban en la cuadra, grandes como las cabezas que había en el Casino.

Parábamos en algun claro, cerca del Arroyo Hondo, o arriba de la huerta del Armito, o por la Loma de las Vacas. Las matas de lentisco eran grandes y frondosas, mojadas todavía por la escarcha, con las bolitas coloradas entre las hojas verdes, unas más oscuras, otras más claras. Rezumaban olor cuando se cortaban, y las manos se pegaban con la resina; el romero olía distinto que en verano, más vegetal, menos penetrante; pero el tomillo estaba fresco, rico de olor, y el cantueso. Había que tener cuidado con las ahulagas, que pinchaban y arañaban las piernas.


Las pitas se arrancaban con la azoleta, escarbando al pié; se escogían las más chicas, para que estuvieran en proporción con las figuritas; y tambien cuatro o cinco medianas, para ponerlas en el rincón, y en las puntas del tablero.

Los musguitos eran más delicados, y había que saberlos desprender sin que se desmoronasen, y sin mojarse, porque algunos estaban al filo del arrollo, y las piedras resbalaban.

Si subíamos por el caminillo de la Tejonera, cerca de la Fuente Vieja había madroños, y también arrayanes. De los chaparros se cortaban unas cuantas ramas recias, con las hojitas espinando; y unas retamas largas, para rellenar el fondo.
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Al final se amarraba todo en tres o cuatro haces, y nos sentábamos a comer las madalenas; llenábamos la cantimplora en el arroyo, y el agua estaba dulce. Las naranjas se pelaban con las manos, que olían luego todo el dia, aunque te las lavaras. Y volvíamos por el camino de detrás del Cementerio, y entrábamos en la ermita, a rezarle a la Soledad y al Cristo de la Agonía.

Para la hora de almorzar, ya estábamos en casa. Y mis tias, con mis hermanas, habían bajado del soberao el cajón con las figuras del Nacimiento, y ya tenían montados en el estrado los caballetes con los tableros, y la tela del faldoncillo prendida, y preparado un cubo con serrín y otro más chico con tierra húmeda del arreate; y los corchos metidos en sus sacos, debajo de los tableros, a punto para montarlos.

En una esquina de la sala estaba el portal, de corcho y escayola; y sobre el velador de mármol, los Reyes con los camellos y los pajes, todavía envueltos en papeles; y la Virgen y el San José y el Niño estaban en la cocina, porque mi tia los limpiaba con clara de huevo, para que les quedara brillo.

Mi hermana chica jugaba haciendo piaritas con los borreguitos, y los cochinitos, y las cabritas, y los pavitos; a la hora de ponerlos, cogería un berrinche, y después se pasaba el día quitando y poniendo ovejitas y pavos del Nacimiento.

Por la tarde, cuando volvía mi padre, ya estaba el Nacimiento acabado, y mamá sacaba los primeros mantecados. La casa olía a pestiños, a miel y matalahúga, desde que se entraba al zaguán, y hasta en la calle.
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Nos daban las panderetas, y cantábamos el primer villancico

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