Merece que escriba algo, hoy que ha sido su festividad, a propósito de San Alberto Magno. De todos los grandes de la Escolástica, ha quedado, más que ningún otro, con un halo casi mágico, por la impresión que causó entre los de sus tiempo, que lo tuvieron por una especie de peligroso mago y extravagante sabio.
Como las ciencias estaban en capullo y sin discernir, cualquier aproximación a experimentaciones y manipulación de elementos naturales se juzgaba arte de magia. De ahí a la sospecha de brujería o nigromancia había apenas un paso. Ni Alberto se libró de esa fama aun siendo obispo de Ratisbona, como tampoco se libró en su tiempo Gerberto de Aureillac aun siendo Papa Silvestre II. Para la mente del medievo había actividades que apenas se comprendian, y la mente de los más sabios era siempre, más que admirable, más bien sospechosa.
Quizá la brillantez de su pensamiento, la riqueza perspicaz y curiosa de su intelecto, y la sabia y prudente capacidad de gobierno le valieran al fin la victoria sobre toda sospecha. Además fué sobrio y pobre, caritativo y desprendido, un buen mendicante hijo de Stº Domingo que, a pesar de ser Obispo en mitad del siglo XIII, no dejó en sus cajones ni un florín porque todo lo empleó en dar y socorrer.
Como de otros notables sabios, se cuenta la anécdota de que fue por milagro de la Virgen que adquiriera su prodigiosa capacidad de comprender y memorizar, y para que no le cupiera duda, la Virgen le advirtió que poco antes de morir perdería todas aquellas dotes. Hoy diríamos que tuvo un alzheimer, o que chocheó de repente, como decían antes, pero lo cierto es que en mitad de la setentena, que en su siglo era edad muy provecta, declinó en pocas semanas y se mantuvo en una inocente piedad hasta que se murió mientras rezaba serenamente con sus hermanos de convento.
En un áula de filosofía regida por dominicos, aprendí una mañana de Noviembre una oración sencilla y preciosa compuesta por Alberto Magno, que yo rezo con devoción desde entonces:
"Doce me, Dómine,
radices árboris mei
Coelo et non terra infígere,
ut non in foliis verborum
sed in frúctibus bonorum óperum
fidelis agnóscar."
(Enséñame, Señor, a plantar las raíces de mi árbol en el Cielo, no en la tierra, para que sea reconocido fiel no por por el follaje de las palabras, sino por los frutos de las buenas obras)
Quizá el más excelente fruto de la palabra y la ciencia, de la piedad y las obras de San Alberto fué aquel alumno suyo, Tomás de Aquino, que tanto le honró con su obra y al que tanta predilección tuvo como maestro.
En el pórtico de entrada del Angélicum, en el átrio interior, hay dos estatuas de mármol, a uno y otro lado del portal: Un Santo Tomás y un San Alberto. Las pusieron allí por los años en que Pio XI proclamó a Alberto Magno Doctor de la Iglesia, en 1931: El Doctor Universalis, como se le conoció entre los de su tiempo, porque supo de todo, y de todo supo bien.
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