El mismo episodio del relieve de Alessandro Algardi fué también representado por Rafaello en las Stanze. Formando conjunto con la Misa de Bolsena, La Liberación de San Pedro y El Castigo de Heliodoro, El encuentro de San León Magno con Atila es el más endeble de los frescos de esa estancia; quizá porque a la muerte del enérgico Julio II el entusiasmo ardoroso que anima las otras pinturas decayó, y el refinado León X Médici no da el tipo para ser un San León Magno en el fresco (Julio II sí hubiera valido para el caso).
Roma recordó siempre que gracias a esa entrevista tenida por milagrosa, Atila dejó intacta a Roma, que escapó de la temida devastación y saqueo de los hunos. La tradición-leyenda refiere que mientras León y Atila se entrevistaban a orillas del rio Mincio, el rey de los bárbaros vió aparecer detrás del Papa dos imponentes figuras revestidas de ornamentos sacros que le amenazaban con la espada y la muerte si atentaba contra Roma. La escena ocurrió en el año 452.
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En el 451 se celebró en la ciudad de Calcedonia, cerca de Constantinopla, el IVº Concilio Ecuménico, que cerraría una época de contiendas doctrinales sobre Cristología: Quién y cómo es y subsiste Cristo, el Hijo de Dios. Los Concilios de Nicea (325), Constantinopla I (381) y Éfeso (431) habían ido definiendo y fijando la fe sobre el Misterio de Cristo enmedio de enormes tensiones y crisis que afectaron a la estabilidad de la Iglesia antigua, tan vuelta a sí misma en aquellos siglos en que Roma decaía, se dividía el Imperio, y penetraban en Europa en irrefrenables avalanchas las hordas bárbaras.
Pasados tres siglos de vida interna y perseguida, apenas Constantino promulga el Edicto de Milán, la Iglesia se ve en la necesidad de formular un Credo indiscutible que recoja la fe trasmitida por los Apóstoles y sus sucesores, porque afloraban herejes y herejías que amenazaban pervertir y desfigurar la Fe original. Nicea fue el comienzo de la serie de Concilios Ecuménicos que serían los definidores del credo y el dogma, pero también significó el primer capítulo de la serie de controversias doctrinales que marcaron la historia de aquel período de la vida de la Iglesia.
Después de definir la Divinidad de Jesucristo (Nicea) y la del Espíritu Santo (Constantinopla I) así como lo sustancial y principal del Dogma Trinitario (ambos Concilios), en el de Éfeso se enseña de la unidad e identidad de la Persona de Cristo, Hijo de Dios y Persona Divina, y así la Virgen Madre puede y debe ser llamada "Theotokós"-"Deigénitrix"-"Deipara" con toda propiedad. Esta definición del Efesino, dejó abierta una gran controversia entre los dos grandes y privilegiados Patriarcados del Oriente, Antioquía y Alejandría, cada uno de ellos con una tradición teológico-exegética que, ya afirmando en extremo lo humano o lo divino en Cristo, terminaría gestando las grandes heterodoxias del momento.
Nestorio, patriarca antioqueno, que separaba de tal manera la divinidad de la humanidad que parecía distinguir dos personas: Un Verbo Divino ab aeterno y un Jesús humano nacido de María. El alejandrino Eutiques, radicalizando la doctrina de San Cirilo, el anterior Patriarca, insistía de tal forma en la "mía fýsis" la "única naturaleza" del Verbo Encarnado, que parecía disolverse la humanidad asumida en la Divinidad asumente, con lo que restaba al fín un monofisismo que minimizaba o anulaba la asunción de la humanidad por el Verbo.
Los dos extremos eran heréticos, pero la teología cristológica no esclarecía términos adecuados para precisar la doctrina sin caer en equívocos o reduccionismos que podrían derivar a la vez en otras conclusiones parciales o erróneas. Además, la controversia incluía la equivocidad derivada de las diferencias terminológicas entre el griego y el latín, tan sutiles pero tan definitivas. La discusión versaba sobre los conceptos persona-natura-susbstantia/prósopon-fýsis-hipóstasis y su articulación en la formulación del Dogma Cristológico: Cristo es la Segunda Persona de la Trinidad, hecho hombre; una Persona Divina susbsistente en dos naturalezas, la humana y la divina.
La clara concisión de Roma se impuso a la dura y extrema polarización de antioquenos y alejandrinos, con una admirable síntesis de Cristologia que el Papa León I envió a Flaviano, Patriarca de Constantinopla. En el "Tomo a Flaviano", una carta doctrinal remitida desde Roma al jerarca constantinopolitano, el Papa San León expone la doctrina que luego el Concilio Calcedonense resumirá en cuatro adverbios que precisan cómo se entienden y articulan las dos naturalezas en Cristo: Inconfuse, Inmutabíliter, Indivise, Inseparabiliter = Sin confusión-Sin mutación-Sin división-Sin separación.
Esos cuatro adverbios articulaban y definían el discurso cristológico, de tal forma que cualquier doctrina, afirmación o proposición sobre Cristo debía tener en cuenta esas cuatro "reglas", sin excluir ninguna y afirmando todas cada vez que se hablara de la divinidad o de la humanidad del uno, el mismo y único Jesucristo.
En el áula conciliar de Calcedonia, el entusiasmo al ver de tal forma iluminada la verdad, se expresó con un clamor de los padres que decían a una: "¡Pedro ha hablado por la boca de León, León habla con la voz de Pedro!".
El Magno añadido a su nombre pontificio, fue más bien un honor por la salvaguarda, defensa y buen gobierno de Roma bajo sus años de sabio y prudente pontificado. Sin embargo, la magna obra de León Magno no fue enfrentarse a Atila rey de los hunos, sino sintetizar y confirmar la Fe con cuatro sabias y necesarias palabras.
Todavía es reconfortante leer la admirable, sapiente, y esclarecedora teología de San León I el Magno.
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*** Imágenes: Relieve de Alessandro Algardi con la escena de San León Magno y Atila, en la Basílica del Vaticano ~ Dos sellos de la serie emitida por la Posta Vaticana en Octubre de 1951 en el XVº centenario del Concilio de Calcedonia.
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