Por el abuelo Augusto, se recordaban en casa a algunas de las matronas que le ayudaban en casos de necesidad, cuando ellas no se bastaban y había que recurrir al médico. No se me olvida una legendaria Doña Magdalena, que debió ser formidable donna. En los años de la república, antes del 36, las manifestaciones de los comunistas/anarquistas terminaban delante de la casa de Doña Magdalena, pidiendo a gritos "...la cabeza de la matrona, la cabeza de la matrona...", porque Doña Magdalena era de derechas, muy de derechas. Ella, la matrona a la que querían descabezar, se plantaba en el umbral, de pié, con un sable de su difunto padre, que era militar, desafiando descarada al rojerío, hasta que la turba se aburría y se iban. Tremenda y formidable Doña Magdalena; sobrevivió a la República y a la Guerra; yo no la conocí en persona: Que en paz descanse!
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Otra matrona fué uno de los cocos de mi más tierna infancia. Doña Leocadia, era la enfermera de casa, por así decirlo. Venía y nos ponía las inyecciones y las vacunas y esas perrerías que los niños no entendemos; para completar su terrorífico perfil, Doña Leocadia tenía una cicatriz de una quemadura que le descomponía la mejilla derecha como al Fantasma de la Ópera. El colmo de su tremebunda estampa era la voz: Como era de Zamora, hablaba con unas essssessss tan bien dichasssss y recalcadasssss que te silbaban los oídos. No la podía sufrir. Aparecía en el zaguán, y ya estaba yo debajo de la cama, o dentro de la alacena del comedor; hasta en la canasta de la ropa de plancha me metí un día para no verla/para que no me viera. En casa la tenían en mucha consideración, mi madre y mis tías; pero a mí me horripilaba verla, con su traje de chaqueta de mezclilla, y su bolsito (horreur!) de cuero marrón. Todavía no he superado, no sé por qué, mi tráuma Doña Leocadia.
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Cuento todo esto porque esta tarde mi hermana me ha avisado que su suegra está agonizando. La suegra de mi hermana es Doña Pepa; Doña Pepa es - ha sido - la matrona de nuestro pueblo hasta que se jubiló. Con noventa y tantos años y un alzheimer desde hace diez o doce, ya no se levanta de la cama, ni come, y se le cuentan las horas.
Doña Pepa llegó a nuestro pueblo a fines de los cincuenta, cuando ni mis hermanos ni yo habíamos nacido. Se casó con el padre de mi cuñado, viudo y con su hijo de pocos años. Doña Pepa la matrona, la que tanto éntendía de partos, nunca parió. Mi cuñado y su padre, su marido, le tienen veneración, como todo el pueblo. Cuando las mujeres no daban a luz en las clínicas ni funcionaban los hospitales maternales, las matronas como Doña Pepa eran el recurso común de las parturientas; a veces, ni eso. A la mismísima Doña Pepa le he oído contar anécdotas de partos en los que el niño había nacido cuando llegaba ella, que se limitaba a cortar el cordón umbilical y demás operaciones post-partum.
A pesar de sus muchos años de dedicación y profesionalidad, Doña Pepa conservó siempre una pudorosa inocencia para tantas cosas que, se suponía, le debían de resultar "familiares". Intervenía, ya muy mayor, en las charlas de formación pre-matrimonial que se daban en nuestra Parroquia, y las parejitas de novios se lo pasaban bomba contando luego los "discretos consejos" de Doña Pepa para la noche de bodas.
Cuando mi hermana me ha dicho que se está muriendo, me ha dado pena del mundo que se lleva; un mundo al que ayudó a nacer, pero que deja marcado por leyes y nuevas costumbres que repugan a una mujer como ella, dedicada de por vida al misterio de la vida de la que hoy se reniega porque no se entiende como misterio.
Doña Pepa irá la Cielo, ¿quién lo duda?. En el Cielo, las Santas Obstetrices están presididas por aquellas dos valientes Séfora y Fuá (Ex 1,15) que disimulaban los nacimientos para que el Faraón no ahogara a los niños hebreos en el Nilo. Serán las que presenten a Doña Pepa a la Vírgen, que también fué partera cuando su prima Isabel parió al Bautista; y Ella le mostrará al Fruto Bendito de su Vientre, el Señor de la Vida al que Doña Pepa ha servido tanto.
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