Esta mañana tenía pensado hacerme unos guisantes con papitas y huevos escalfados, para almorzar. Eran las tres y media p.m. cuando me comía la realidad de la intención: Un plato de guisantes requemados, con restos chamuscados de cebolla, papas pegadas y algo que fué un huevo. Pero me lo comí. Todo.
Dicen mis amigos que en mi casa todos los dias sucede un milagro: El milagro de mi supervivencia. Según ellos, que no haya resultado envenenado o intoxicado, frito o achicharrado, gaseado o electrocutado, es un demostrable milagro cotidiano, obra de los Custodios o del Santo de guardia.
Un día que me atreví y les invité a cenar, sólo uno aceptó. Acabada la cena, hizo solemne y formal protestación de que j-a-m-á-s volvería a probar nada guisado por mí. Y corrió la voz.
Me reconozco un único mérito culinario: Hago un té riquísimo. Sólo, o con leche o limón, o la exquisitez orientalizante de un toque de canela. Fuera del té y sus posibilidades, soy una pena en la cocina.
En la mesa, no: Me lo como todo, hasta mis guisos; sin queja ni protesta.
Y me consuelo de mis platos malogrados recordando que San Dionisio Cartujano comía lo que le servían sólo cuando empezaba a pudrirse; y que el Santo Cura de Ars cocía patatas y se las iba comiendo hasta que le duraban, mohosas y todo. Y me animo y me digo: Tío, como los Santos!
Claro que luego, me aplaco y corrijo el entusiasmo, porque los Santos penitentes y austeros y mortificados comían así por virtuosa ascética, pero yo por mi torpeza con los peroles.
Decía la Santa (Teresa, of course) aquello de que "...también entre los pucheros anda el Señor...", pero por los mios, no.
...O será que se esconde muy bien.
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