martes, 13 de noviembre de 2007

Leandro

Recuerdo una vez que comenté que San Leandro me caía bien por santo, por sevillano y por visigodo. A la gente - señores doctos y graves - le hizo gracia la ocurrencia, que me aplaudieron, pero ninguno objetó nada a ninguna de las tres cosas. Y por lo menos dos eran objetables porque ni era visigodo, ni sevillano; y la santidad, hoy se la discutirían, me temo.

Su casa era un catálogo de Santos: Leandro, Fulgencio, Florentina y el chico Isidoro que terminó siendo la estrella de la familia, aunque a Leandro, que era el mayor, se le debe reconocer parte notable en esta poco común circustancia de pluri-santidad. Todos descollaron en cultura, capacidad de gobierno y virtudes, en una época en la que la romanidad se desvanecía y se imponían las formas semi-bárbaras de los visigodos.

Nunca me he aclarado del todo la azarosa implicación de Leandro en el caso de la rebelión de Hermenegildo. Se explica por el matrimonio del joven príncipe con la princesa franca Ingunda, que era católica, y supongo que la influencia de esta sería decisiva para su abjuración del arrianismo y su conversión al catolicismo, pero se ha ponderado mucho la participación de Leandro en este decisivo paso.

Hermenegildo ostentaba desde el 573-4 una especie de virreinato en la Bética, con sede en Sevilla, donde conoció a Leandro. En el 579 se rebela contra su padre y acomete gravísimas acciones como la de acuñar moneda propia, un acto que implicaba alzarse contra la soberanía del rey, su padre. Sería implacablemente castigado por Leovigildo, que le manda detener y finalmente ajusticiar en Tarragona, en el 585. En todo esto algo tuvo que ver Leandro, porque al poco de ser prendido Hermenegildo huye de Sevilla y reaparece luego en la corte de Constantinopla, donde hará una perdurable amistad con el apocrisario Gregorio, legado papal, que más tarde llegaría ser Gregorio Magno. Se conservan cartas personales y recuerdos de esa amistosa y quasi familiar relación entre los dos.

A la muerte del temible Leovigildo, Leandro retorna a Sevilla y le cupo el honor de presidir el III Concilio de Toledo, en el que Recaredo, hijo de Leovigildo y hermano de Hermenegildo, abjuró de la herejía arriana y se convirtió con toda la nobleza y nación visigoda al catolicismo. Era el año 589. Se cerraba un capítulo de la Historia de España a menos de un siglo y medio de distancia de los oscuros años de la invasión y dominación árabe. Y sin embargo la obra de los Concilios Toledanos y la memoria de los insignes Arzobispos Leandro e Isidoro perdurarían y serían una guía, un modelo, para la España incipiente que emergería, poco a poco, durante los siglos primeros de la Reconquista.
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A aquella época en que la valía notabilisíma de los Obispos era una garantía de prudente y buen gobierno, a aquellos Concilios nacionales de Toledo, mitad asambleas canónicas y mitad foros de estado, a esa experiencia remota se debe quizá la afición de cierta parte del episcopologio hispánico por el gobierno, las cosas del estado, las políticas, y otras temporalidades. Una afición que en muchos de nuestros prelados es una fijación atávica y reviviscente, como si las mitras hispanas fueran portadoras del virus político. Quizá se oculte en las ínfulas.
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Esa tendencia, ese atavismo, no es exclusivo de España, pero aquí da la impresión de estar más vivo que en otros sitios, o que por estos pagos se añoran tiempos tales y potencias cuales.
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A mí no me parecería mal si debajo de las actuales mitras estuvieran las cabezas de un Leandro, un Isidoro, o un Ildefonso. Pero no me consta, lamentablemente.

Y espero que se me entienda, sin tener que añadir nada más.

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